Lynn Margulis, la científica rebelde
En la década de 1960, una joven bióloga estadounidense
tuvo una idea revolucionaria sobre la evolución de la vida y el origen de las
células modernas. Las células de plantas y animales disponen de unos minúsculos
órganos internos, u orgánulos, especializados en obtener energía usando la luz
del sol y el oxígeno. Son los cloroplastos y mitocondrias, respectivamente. Por su tamaño, por sus
funciones y por la particularidad de llevar su propio y pequeño genoma, estos
orgánulos recuerdan poderosamente a ciertas bacterias.
¿Sería posible –se preguntó aquella bióloga– que estos
orgánulos fueran en realidad descendientes de antiguas bacterias, reclutadas en
un pasado lejano por otras células para usarlas como centrales de energía
internas? Un fenómeno
semejante era ya bien conocido y tenía un nombre en biología: la simbiosis, una
asociación de mutuo beneficio.
El gran problema del origen de la vida en la Tierra es
que no había nadie allí para observarlo, por lo que el nacimiento de los
primeros organismos terrestres continuará siendo eternamente la materia oscura
de la biología, una incógnita abierta a hipótesis de imposible demostración.
Entre ellas, la
teoría de la endosimbiosis o simbiogénesis es una de las respuestas más
plausibles y brillantes para explicar la aparición de las células eucariotas,
constituyentes de todo organismo vivo que no sea una bacteria o una
arqueobacteria.
La entonces joven científica autora de la teoría
fue Lynn
Margulis, uno de los
personajes más influyentes de la biología del siglo XX. Y ello a pesar de que
sus propuestas (en los márgenes de la ciencia establecida) le granjearon fama
de heterodoxa, cuando no de rebelde. Margulis, de soltera Alexander, nació en
Chicago en 1938. Intelectualmente precoz, su vida personal tampoco se quedó
atrás: a los 42 años ya se había divorciado dos veces, la primera del
astrónomo Carl Sagan y la segunda del
químico Thomas Margulis.
Margulis admiraba el trabajo de Charles Darwin, pero opinaba que sus sucesores
neodarwinistas no habían logrado explicar las incógnitas que dejó planteadas el
naturalista inglés; entre ellas y sobre todo, la fuente de las variaciones
que impulsa la evolución. Según Margulis, las mutaciones genéticas aleatorias no bastaban para explicar la
capacidad de la evolución biológica de inventar rasgos nuevos en los seres
vivos.
La joven bióloga fue más allá y recogió las ideas de
pioneros como el estadounidense Ivan Wallin y
el ruso Konstantin Mereschkowski, que habían postulado la
simbiosis entre organismos simples como fuerza creadora de seres más complejos.
El estudio de Margulis fue rechazado por 15 revistas científicas, y finalmente
se publicó en marzo de 1967 sin ninguna repercusión inicial. Según recogía el
diario británico The Telegraph en el obituario
dedicado a Margulis tras su fallecimiento en 2011, una de sus solicitudes de
financiación para sus proyectos recibió la siguiente réplica: “Su investigación
es basura. No se moleste en volver a solicitar”.
Pero Margulis no desistió. En 1970 desarrollaba su
teoría en el libro Origin of Eukaryotic Cells.
A través de los años, la simbiogénesis ha
ido ganando apoyo experimental: en los años 70 se descubrió que los genes de
las mitocondrias y los cloroplastos se parecían más a los de ciertas bacterias
que a los de las células eucarióticas a las que pertenecen. Y recientemente, un nuevo estudio ha venido a prestar nueva y extensa
credibilidad a la teoría de la endosimbiosis. Un equipo de investigadores
dirigido por el biólogo evolutivo William F. Martin,
de la Universidad Heinrich Heine de Dusseldorf (Alemania), ha comparado casi un
millón de genes de 55 especies eucariotas y más de seis millones de genes de
procariotas, un análisis exhaustivo que solo hoy es posible gracias al uso de
avanzadas herramientas bioinformáticas.
La investigación, publicada en Nature el pasado agosto, rastrea el origen de los genes
bacterianos que forman parte integral del ADN presente en el núcleo celular de
los organismos superiores, incluidos los humanos. Y frente a la posibilidad de
que estas innovaciones genéticas pudieran haberse colado en nuestras células
por un largo y continuo proceso gradual de transferencia de genes al azar, los
resultados muestran que, por el contrario, la huella bacteriana en nuestro
ADN es el producto de un salto evolutivo bruscoque corresponde a la
adquisición de las mitocondrias (o de los cloroplastos, en el caso de los
vegetales).
“Lo que hemos mostrado es que la contribución genética de los ancestros
endosimbióticos de plástidos y mitocondrias al material genético de partida del
linaje eucariótico fue mucho mayor de lo que nadie había sospechado”, resume
Martin a OpenMind. “Los eucariotas adquirieron genes de los procariotas en el origen
de la mitocondria y en el origen de los plástidos”, añade, lo que supone “un
clamoroso apoyo a la teoría endosimbiótica”. Para Martin “el caso está cerrado:
no hay una alternativa científica aceptable a la teoría de que los cloroplastos
y las mitocondrias surgieron de endosimbiontes”.
Martin rememora hoy las discusiones que mantenía con
Margulis, en las que ambos discrepaban sobre ciertos aspectos. Y sin embargo,
prosigue el biólogo, “ser criticado por Lynn (y ella me criticó mucho) era
realmente un honor”. En el fondo “solo nos separaba un centímetro en estas
cuestiones, mientras que ella estaba a millas de distancia de los
neodarwinistas”, recuerda. El tiempo y la ciencia han
acabado por dar la razón a la científica rebelde. “Ojalá
hubiera vivido para verlo”, concluye William F. Martin.
Javier
Yanes para Ventana al Conocimiento